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martes, 22 de julio de 2014

Por el mar corren las liebres

Dicen que las mentiras tienen las patas muy cortas y que con la verdad se va a todas partes, pero lo cierto es que todos mentimos. Eso sí, unos más que otros y con diferentes intenciones. Hay quien miente para hacer daño, manipular o aprovecharse de los demás, y hay quien simplemente lo hace para evitar situaciones incómodas, protegerse o quedar bien.

Recuerdo que de pequeña no entendía por qué existían las mentiras. No decir la verdad me resultaba algo absurdo que no encajaba en el código de mi sentido común. Sin embargo, el tiempo me enseñó que no estamos preparados para enfrentarnos a la crueldad de la verdad absoluta, y que todos necesitamos que en alguna ocasión nos “suavicen” una crítica, nos animen con palabras alentadoras aunque nadie esté convencido de que “todo va a salir bien”, u ocultar algo a los demás con el fin de reservar nuestra intimidad.

Pero todo en su justa medida, porque lo peor de las mentiras es que crean adicción. La primera vez que uno miente suele sentir una gran culpabilidad, pero si nadie descubre el invento, comienzas a ver lo fácil y cómodo que puede ser el arte del engaño, y acabas perdiéndole el respeto a la verdad… Como dice el protagonista de Match Point, “aprendes a esconder la conciencia bajo la alfombra y a seguir”. Y ahí surge el problema, cuando aceptamos esa mala conciencia como parte de nosotros. Si la sinceridad no se valora por encima de cualquier otro interés, las relaciones se debilitan y se corroe la confianza. Puede que decir la verdad a veces nos conduzca a una discusión o situación enredosa, pero esa valentía al tomar el camino difícil nos convierte en personas honradas y nos hace merecer la confianza de los demás.


Yo no quiero ser ojos que no ven, corazón que no siente. Y vosotros, ¿preferís saber la verdad aunque duela?

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